INDICE DE PÁGINAS.

sábado, 23 de junio de 2012

este invierno raro del sur


A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea una especie de atmósfera encantada. Las personas que recorren a estas hora la ciudad parecen estar hechas de otra masa, que pertenecen a la vida fantasmal.  Las beatas arrastran sus cuerpos penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos convertidos en deshechos humanos de la noche regresan a sus casas envueltos en ese olor fuerte de alcohol mezclado con tabaco industrial. Los basureros inician por las grandes avenidas su paseo siniestro, armados de escobas y carretas. Los repartidores de periódicos entregan los grandes paquetes en los kioskos. A esta hora se ve también a los obreros caminando hacia los paraderos, policías bostezando dentro de sus coches, personal de seguridad abriendo los mercados y dependientes abriendo las puertas de sus tienditas.
Se escuchan los primeros pitidos de taxis y las primeras voces de los cobradores de las combis intentando convencerte de que su destino es el mejor.
La ciudad se tiñe de color y alegría, aunque el cielo esté gris.
Las ojeras de los más jóvenes estudiantes van desapareciendo en lo que dura el largo recorrido hasta sus universidades. Sin pereza. Estudian para ser los mejores.
De vez en cuando encuentras alguna chica en bicicleta, dejando volar su falda y con la cartera en la cesta. Otras veces también puedes observar a personas peruanas o extranjeras caminando ajenos de todo lo que pasa en su alrededor, envueltos en esos cables conectados a un aparatito que contiene música o radio.
Los vigilantes de algunos edificios hacen sus tareas: limpian los portales, riegan el jardín y dan los buenos días con o sin una bonita sonrisa.
Así va pasando la mañana, segundo tras segundo, hora tras hora. Hasta que empiezan a brotar las sombras de los edificios, árboles, transeúntes. Sí, raramente, ha salido el sol. Mientras, las cocineras de los más pequeños restaurantes, piensan en el menú que pueden ofrecer ese día. Acto seguido ya vas pudiendo leer esas pizarras negras y verdes tu olfato va percibiendo ese rico olor a ají, anticuchos y otros olores nunca antes experimentados. Sí, es la hora del almuerzo. Decides almorzar en la terraza más pequeña, esa con las mesas de madera y manteles rojos rodeadas de geranios florecidos. Miras en tu cartera y sí, ahí tienes esa moneda de 5 soles, la cual te dará el placer de poder pegar un bocado. Sabes que van a tardar, pero también sabes que preparar un buen ceviche toma su tiempo. 
La tarde transcurre con calma, puedes observar que el sol te ha vuelto a abandonar y lo sustituye una blanca y fría neblina que cala tu ropa y se posa en tus conductos respiratorios. Enseguida, sin darte cuenta oscurece, estos días ya no te dejan un bonito color de cielo, eso ya se quedó grabado en las retinas de los más apasionados de los atardeceres.
Los serenazgos emprenden sus rutas de control por el distrito y los vecinos andan aparentemente seguros por las calles. Todavía se oyen voceando el nombre de las principales calles de Lima. Hay quien se queda en Bolívar, otros prefieren el dulce Sucre y los más cómodos toman sus taxis hasta Miraflores.
El día va terminando. Los queirolos se llenan de amantes del buen vino y pisco. Los taxis se van llenando y todavía pitan sin cesar a cada metro que avanzan. La noche emerge en Barranco y Miraflores, donde ya no encuentras a surfistas y paracaidistas. Plaza San Martín se llena de luces de colores alumbrando las fachadas y la Plaza de Armas tiene un encanto especial.
La noche transcurre como cualquier noche de cualquier ciudad del mundo. Los jóvenes y los más desocupados se hacen los dueños. Los ritmos de salsa, chica y merengue, entre otros, guían a esos noctámbulos que, una vez mas, regresarán a las 6 de la mañana envueltos en su melancolía.